Pero tengo que crecer, Manu.

Por Manu Ríos Alanís

Publicista, escritor y músico (frustrado en ambos), fundador de London México y co-fundador de los Ríos Ortega.

“If you’re going to try, go all the way. Otherwise, don’t even start”.

“Por acá papá, ya puede pasar”, me dijo la ginecóloga, cuando me avisó que ya podía entrar al quirófano a conocer a Renata, mi primera hija. En ese momento mi única misión era ver por primera vez a esa personita que había estado durante nueve meses en la panza de mi esposa y que sin conocerla, ya la amaba más que a nada en el mundo. Se me olvidó todo lo que tenía planeado hacer cuando la viera y en su lugar improvisé una secuencia de risa, llanto, temblor, cortar el cordón, grabar aquel momento, cargarla, darle por primera vez un beso, llorar de nuevo, todo eso como si fuera montado en una montaña rusa.

 No fue sino hasta que la tuve frente a mí, que empecé a asimilar que a partir de ese momento, una vida –que no era la mía– dependía de mí y que todo lo que hiciera, la impactaría de alguna manera. Ahí estaba yo, a mis 26 años, estrenándome como papá. Con la única certeza de no tener una puta idea de cómo ser papá.

Han pasado 12 años desde ese momento y casi 9 desde que nació León, mi segundo hijo. Podría decir que han sido los mejores 12 años de mi vida hasta ahora, de no ser porque me han parecido un instante micro. 

Los he disfrutado inmensamente. He crecido en muchos aspectos de mi vida. Si hubiera un concurso de paciencia, seguramente lo habría ganado, porque la he puesto a prueba más veces de las que pudiera contar. He vivido en carne propia el amor más grande y sincero que puede experimentar una persona (desde mi punto de vista). Me he angustiado innumerables ocasiones. He gritado más que cuando era apasionado irracional del fútbol. Me he dado cuenta que soy un tipo mucho más sensible de lo que imaginaba: mi kryptonita son (o eran) los festivales del día del padre, esas vocecitas al ritmo de “hoy tengo que decirte papá…”, me producen un nudo en la garganta y terminan por derretirme a puras lágrimas. 

 Volteo hacia atrás y me parece que todo eso lo he vivido en menos de 1 segundo. Te odio a ti Einstein y al tiempo relativo.

 Ha pasado todo tan rápido, que ahora me encuentro con una hija recién mudada a la república de la adolescencia. Ese lugar lejano al cual no tengo acceso, porque cumplo con los requisitos para ser declarado como una persona non grata: ser papá, no ser cool, no pertenecer a su círculo de amigos, entre otros.

No entiendo el idioma de ese lugar extraño del que fui habitante hace más de 25 años.

 Recuerdo que cuando Renata era chiquita, bromeaba con ella diciéndole que si crecía más, la iba a meter a una maquinita para hacerla de nuevo bebé y seguir disfrutándola muchos años más, ella solo me decía “pero tengo que crecer, Manu”; era tan pequeña que aún no me decía “papá”. Hoy daría lo que fuera por meterla en esa maquinita solo un instante.

Crecer duele. En cualquier aspecto de la vida: mental, físico, familiar, laboral. Implica dejar de lado unas cosas, para darle la bienvenida a otras mejores.

 En este caso puntualmente, crecer implica entender que al menos por ahora, ya no soy su prioridad, que su mundo son sus amigas (tal cual como en “Red” la maravillosa película de Pixar), que las fotos familiares que hasta hace pocos meses estaban en su Instagram (cuenta supervisada por mi esposa) parecen nunca haber existido, que soy visto casi como un enemigo por el solo hecho de existir, que un abrazo o una broma en público es motivo de cringe para ella, que en el infinito universo me es difícil encontrar un tema que le resulte interesante, aunque por fortuna los Arctic Monkeys son de esos gustos en común que me han salvado últimamente. 

 Pero por otro lado, crecer significa en primer lugar, ser fiel a la promesa que le hice en una carta: tratarla acorde a cada etapa de su vida. Significa también alegrarme porque está buscando a su manera ser independiente (aunque siga necesitándonos para casi todo), porque pertenece a un grupo social en el cual se siente cómoda, porque veo que va formando su personalidad, porque tiene quizá más vida social que yo, porque espero que los valores que le hemos inculcado no los va a olvidar. Pero sobretodo, en este caso, crecer es darme cuenta que mi amor de padre es a prueba de balas, que crece incluso más rápido que ella misma.

 Crecer es comprender mi lugar en cada una de las etapas de mis hijos, aceptarlas y adaptarme rápido a esos cambios.

 Alguna vez leí a un psicólogo decir que la misión de los padres es preparar a los hijos para que se vayan de casa lo más pronto posible y aunque eso suene lejano en este momento, ya vi que se pasa tan rápido que la próxima vez que escriba de un tema similar, probablemente será cuando ya se hayan ido de casa.

 Por lo pronto, no me queda más que disfrutar esta nueva etapa de Renata y convertirme en una especie de dron que cuide de manera casi invisible sus pasos, pero alerta para cuando me necesite. Y por otro lado, seguir disfrutando los años de niñez de León, antes de que sea ciudadano de ese lugar llamado adolescencia.


3 comentarios


  • Valeria

    Me encanta que se le de voz a los papás. Tienen mucho que decir pero no se abren tantos espacios.


  • Valeria Monserrat Gutiérrez González

    Hermoso !!! , me hizo llora y querer regresar el tiempo y mudarme a la republica de la adolescencia de nuevo


  • Adriana

    Hermoso y conmovedor relato de la mayor y más grande profesión que existe: el ser Padre. El único oficio que no se enseña y que dura toda la vida. Felicidades!!❤️


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